En mi vida hay un párrafo subrayable, digno de la mejor de las citas, el momento en el que describo cómo llego y cómo es que me siento cuando estoy en mi escondite. No considero que el lugar en el que duermo sea en sí una recamara porque no es como las recamaras de la mayoría de las personas que conozco. Menos mal que ahora existe la palabra minimalista. Por lo general las recamaras que he visitado están llenas de cosas personales, reflejan los gustos y la forma de ser de quien las habita, es como un inmenso collage con objetos en tercera dimensión. Y yo al ser la última de cuatro hermanos nunca tuve un espacio propio, siempre tenía que compartir con alguien, así que cuando quise armar mi collage las piezas de otro estorbaban mi panorama.

Hoy duermo en algo parecido a un escondite, me gustaría llamarlo búnker pero las dos ventanas de un segundo piso le quitan el carácter under de la palabra. El escondite tiene sólo lo indispensable, y lo que es mas que indispensable: una puerta que se cierra y no se abre más que por mi, eso lo han entendido bien. Un minúsculo espacio en que veo libros, e imágenes ( y una mesita de noche con libros, porque admito que en estos tiempos lo último que quiero leer es algo optimista y esperanzador). Pero mi lugar favorito es la cama, amo mi cama porque es amplia, cómoda, y como está junto a la ventana todas las mañanas me despierta el sol y se siente molesto-chinga-chido, es uno de mis momentos del día, ése y el atardecer, lo demás no me interesa. Son horas agobiantes y estresantes. Sobre todo si es domingo y son las dos de la tarde y la weba inunda el ambiente. En el escondite, donde hay pura paz y tranquilidad, la palabra clave es la cama. Y es ahí donde empieza mi parte preferida y la de muchos, supongo.