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El sábado andaba disfrutando la vida en la librería Prorrúa del centro. Nada más de pura onda fui a la planta alta dedicada a las ciencias que por lo mismo es común que esté desértica. Me asomé a la ventana (que mi ingenuidad insiste en imaginarla neoyorquina) y acto seguido me senté a reposar las carnes en uno de los comodísimos sillones que tienen de living.
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De pronto una de las empleadas salió de quién sabe dónde y se sentó a mi lado para pasar sus últimos minutos de la hora de comida. Y comenzamos a platicar de los inconvenientes de trabajar ahí. La plática estaba muy amena y sin querer lancé un comentario humorístico que nos hizo reír a carcajadas, bueno, a ella hasta le dolió el estómago.
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Mientras ella se doblaba de risa en el sillón, yo me percataba que arriba del librero hay pequeñas cámaras. ¡Qué suerte que nunca robé uno de aquí!, pensé. Después nos pusimos de pie y cada quien siguió en sus asuntos. Pero me quedé con una sensación muy agradable y tres premisas: 1) que asustan en la Prorrúa del centro, en la noche, específicamente después de las diez cuando ella ha subido a guardar informes. 2) que los hombres son los principales desertores porque terminan con lesiones en los hombros por subir cajas enormes con libros de 500 hojas “pobres, es muy pesado” me dijo textualmente. 3) nunca le pregunté su nombre ni le dí el mío a la chica, o sea, me pasé por el arco la primer regla de contacto social. Lo mejor es que agarrarse a carcajadas con una desconocida resultó muy rico.